Cada vez que recuerdo aquel día algo en mi interior se revuelve. Tenía diez años, mi profesora Luisa nos había mandado unos ejercicios en la asignatura de lengua. Yo los había hecho e iba con ganas a clase, pues en especial uno de esos ejercicios me entusiasmó. Consistía en escribir una pequeña historia que continuase con la lectura del día anterior. No entendí por qué, pero esa actividad me encantó. Fue la libertad de crear lo que quisiera lo que quizás inundó mi afán por realizarla. 

Ese día estaba ansioso por poder leerlo delante de toda la clase y que escuchasen mi historia, fue un sentimiento natural en mí. No es que fuera un chico atrevido delante de los demás ni mucho menos, de hecho era tímido. Pero el acto de contar mi historia a los demás, hacerles conocer algo que no existía y que yo había creado provocaba una sensación en mí difícil de explicar. Es como si me hubiera transformado.

Cuando la profesora pidió voluntarios no me resistí: levanté la mano. A mi profesora, a esa a la que nunca olvidaré, le encantó mi relato. Sin yo esperarlo toda la clase me aplaudió. 

Después de todo aquello estuve hablando con mi compañera de pupitre, Irene. Le dije que tenía un sueño y que lo iba a cumplir:

Escribir una novela